JESÚS Y SU FAMILIA EN LOS EVANGELIOS
Una relación conflictiva y superadora
EVARISTO VILLAR, teólogo,
ECLESALIA, 03/09/15.- En la cultura y espiritualidad
cristina domina, en general, el monolitismo referente a la familia. Se habla de
la “familia cristiana” como institución unívoca que prolonga la familia
modélica de Jesús. Pero, a la luz de los evangelios, ¿fue tan modélica la
familia de Jesús?
1. El conflicto en la familia de Jesús
Entre la extrañeza por las obras que hace y el poco
aprecio de sus paisanos por la humildad de su origen, los tres evangelios
sinópticos dejan constancia de la familia nuclear de Jesús: “¿No es este el
carpintero [Mt 13,55 dice “el hijo del carpintero, y Lc 4, 22, del “hijo de
José”], el hijo de María y hermano de Santiago y José, de Judas y Simón?
¿Y no están sus hermanas con nosotros”, Mc 6,3?[1]
Como atestigua Lucas en el libro de los Hechos 1, 14,
parte de esta familia se encuentra en la naciente Iglesia después de la
pascua. Santiago, a quien se conoce como “hermano del Señor” (Gal 1,9),
presidió la Iglesia madre de Jerusalén (Hch 15,13), y, junto a Pedro y
Juan, “dio la mano” a Pablo y Bernabé cuando tuvieron que acudir a
Jerusalén para dar cuenta de su predicación entre los gentiles (Gal 2,9). Este
dato se mantiene también durante el s. II en la tradición extracanónica[2].
Pero, contrariamente a esta aparente “armonía
familiar”, los evangelios sinópticos, más pegados al tiempo real de
Jesús, dan algunas noticias sobre el comportamiento de la familia de
Jesús antes de la pascua. Y no son precisamente apologéticas. Reflejan
grandes tensiones entre Jesús y sus familiares. Una relación nada armónica que
va desde el escepticismo que refleja el evangelio de Juan (“es que ni siquiera
sus hermanos creían en él”, Jn 7,5) hasta el conflicto, como veremos a
continuación. El modo extraño de comportarse Jesús acaba rompiendo la armonía
de la familia que llega a pensar que padece “trastorno mental”. Y, para salvar
ante el pueblo su reputación, la familia se siente en la obligación de
recluirlo.
La escena que cuenta Marcos Mc 3, 21-31, seguido de
Mateo y de Lucas, es paradigmática. Jesús está en casa de Pedro y una multitud,
descontenta con el sistema (“no podían ni comer”) se apiña a su entorno.
Pero “al enterarse los suyos se pusieron en camino para echarle mano, pues
decían que había perdido el juicio… Llegó su madre con sus hermanos y,
quedándose fuera, lo mandaron llamar”.
La fama de la familia, en especial de María, su madre,
está en entredicho. “El hijo sensato, como rezaba el refrán popular, es alegría
del padre, pero el hijo necio es pena para la madre” (Prov 10,1). En una
sociedad agraria como aquella, el reconocimiento de la madre está en el número
y valía de hijos varones; pero el fracaso de estos acarrea también el fracaso
de la madre. Por esta razón han venido su madre y sus hermanos para
retornarlo a la cordura familiar.
Entre la multitud, sentada en semicírculos a los pies
de Jesús, alguien le pasa el aviso: “Tu madre y tus hermanos te buscan ahí
fuera”. Ni siquiera entran para no hacerse cómplices de sus extravíos. Sin
inmutarse, Jesús reacciona con una pregunta: “¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos?” A nadie, y menos a su madre, le podía dejar buen estómago esta
respuesta. Si no fuera por la aclaración que, después de observar la reacción
del auditorio, él mismo hace, cabría pensar en una grave desconsideración con
su familia y hasta de una humillación pública de su madre. Pero no parece ser
esa la intención de Jesús. En su respuesta deja claro que lo que más
profundamente vincula a los seres humanos no es el origen, sino la
participación en el mismo proyecto. “Mi madre y mis hermanos, dice, son quienes
se ponen en camino para hacer lo que Dios anhela”. La participación en el
Reino de Dios, viene a decir, no se funda tanto en la sangre o la carne,
representada allí por su madre, cuanto en el proyecto de fraternidad que
constituye a la gente por igual en hermanos y hermanas.
Reforzando esta escena emblemática de la casa de Pedro
—pero ahora sin la presencia de los familiares directos— está esta otra que
narra exclusivamente Lucas en 11, 27-28. Para todo el mundo es notorio que el
establishment judío no soporta de buen grado la transformación física y mental
de la gente que sigue y oye los discursos de Jesús. El poder oficial le acusa
de magia por la terapia que practica y le exige señales del cielo para
acreditar el origen divino de sus poderes. En estas, una mujer que lo
viene siguiendo y conoce perfectamente el bienestar y la esperanza que infunde
en las masas, grita mirando a Jesús y contra la ceguera de los dirigentes:
“dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. Jesús no la
desmiente, pero aclara en seguida que la dicha, aun de esa madre
afortunada, no está tanto en la vinculación natural con él, sino en la
fidelidad de ambos al proyecto global de Dios: “Dichosos, mejor, los que
escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen”.
Mantener estos datos conflictivos, contra la
poderosísima tendencia de esa primera época cristiana a convertir a Jesús en
leyenda y objeto de culto es, a juicio de Gerd Theissen, profesor de
Nuevo testamento en Heidelberg, un buen indicio de su historicidad[3].
2. Apuntando directamente a las causas
El extraño comportamiento de Jesús con su madre y sus
hermanos apunta directamente a las causas: su modelo de familia, como luego
veremos, no coincide con el que ellos representan. El de Jesús es justamente la
alternativa a la familia patriarcal. Frente a la dependencia y sumisión de la
primera, Jesús apuesta abiertamente por la autonomía y la igualdad en las
funciones y en los sexos. Veamos algunos ejemplos paradigmáticos:
. El referente a la paz y la espada, en Lc 12
51-53: “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que paz no,
sino división. Porque, de ahora en adelante, una familia de cinco estará
dividida: tres contra dos y dos contra tres; se dividirá padre contra hijo e
hijo contra padre, madre contra hija e hija contra madre, la suegra contra su
nuera y la nuera contra la suegra”. La decisión a favor o en contra de Jesús
está causando, en las comunidades de Lucas, una división profunda en el seno de
las familias. No hay paz, sino guerra porque, en el fondo, se están enfrentando
dos proyectos alternativos, el de la verticalidad patriarcal y el de
horizontalidad del proyecto de Jesús. Y todo esto se manifiesta tanto en el
conflicto generacional que enfrenta a los hijos con los padres como en el
conflicto de género que rompe la dependencia de las mujeres frente a los
varones.[4]
. Odiar a la propia familia (Lc 14, 26). La
expresión, para nuestra sensibilidad, resulta hiriente. No nos está permitido
odiar a nadie y menos a la propia familia. Tampoco, así como suena, encaja bien
en el pensamiento real de Jesús. Este aparece más certeramente expresado en
este dicho a propósito de los enemigos: “Os han enseñado que se mandó: amarás a
tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos”
(Mt 5, 43). Los paralelismos con otros lugares del Antiguo y Nuevo Testamento
han inclinado a los exégetas a traducir el verbo griego “miseo” (odiar)
por “amar menos” o “amar más” (como en Mt 10,37). Las nuevas Biblias
castellanas[5]
entienden adecuadamente la opción alternativa por el seguimiento de Jesús al
traducir este semitismo por “preferir”: ”Si uno quiere ser de los míos y no me prefiere
a su padre y a su madre…”. Superado este semitismo, estamos, como en el
dicho anterior sobre la paz y la espada, ante la doble ruptura generacional y
de género. Ante el peligro de convertir la familia en gueto privilegiado y
clasista, excluyente de los extraños y frecuente foco de egoísmo colectivo y
posesivo, Jesús ofrece un proyecto de familia abierta, levantada sobre la
gratuidad y la universalidad[6].
. El divorcio o la igualdad del hombre y la mujer (Mc
10, 11; Mt 19, 8; Lc 16,18). Los tres evangelios sinópticos reflejan este dicho
de Jesús. Pero, mientras Marcos lo acomoda a la mentalidad grecorromana, más
liberal, Lucas se mantiene más pegado a la tradición androcéntrica judía:
“Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que
se casa con una repudiada comete adulterio”. Como afirma Dominic Crossan[7],
Jesús no se opone directamente al divorcio, sino a la legislación judía que lo
convierte en privilegio exclusivo del varón. En este contexto jurídico, contra
el que Jesús reacciona, se rompe el proyecto ideal del Génesis 2, 24 que apunta
a la constitución, desde el amor, de un solo ser sin sometimientos ni
dominios en la pareja. La ley judía está siendo injusta porque deshumaniza a la
mujer y a toda la familia sometiéndolos al capricho y dominio del patriarca. El
conflicto, una vez más, surge entre la igualdad que propugna el Reino y el
sometimiento que vige en la familia patriarcal, reflejo, a su vez, del dominio
de la clase dominante sobre el pueblo.
3. La alternativa de Jesús o la familia
Dei
El tipo de familia que propone Jesús es en definitiva
una respuesta crítica y, a la vez, una propuesta alternativa al
modelo patriarcal vigente. Surge como reacción espontánea a la provocación
ética que está generando la realidad sociopolítica y religiosa de
la Galilea de su tiempo. Una realidad impuesta desde el poder que está
dejando fuera de las instituciones oficiales a mucha gente. No podía ser nunca
bueno un sistema que ignora y excluye a la mayoría social. Y la familia
androcéntrica y patriarcal, que reproduce en el espacio
doméstico este mismo desajuste social, es, por este motivo, rechazable. La
alternativa de Jesús apuesta por una forma de articulación social que,
invirtiendo el (des)orden establecido por las instituciones oficiales del
imperio y del templo, comienza desde abajo, desde las víctimas que estas
mismas instituciones están creando. Su propuesta o tipo de familia que Jesús
propone y pone él mismo en marcha se concentra en lo que él mismo
consideraba la familia Dei[8].
En esquema, se reduce a las dos claves siguientes:
Frente a la familia patriarcal fundada sobre la
propiedad de los bienes y de las personas que se convierte en un sistema
cerrado, excluyente, y frecuentemente posesivo, el nuevo proyecto se
levanta sobre la sociabilidad y la gratuidad de los bienes y las
personas, abierto a la inclusión y la universalidad. Y frente a la verticalidad
que se impone desde arriba y reproduce el viejo (des)orden de autarquía
y sumisión, Jesús propone un nuevo tipo desde abajo que se levanta
desde la autonomía e igualdad de todos los miembros. Al poder monárquico y
absoluto de la figura del padre que todo lo somete y domina se opone la
toma de conciencia de la igual dignidad desde la que todas y todos son
hermanos: “vosotros, en cambio, no llaméis a nadie “padre” vuestro en la
tierra, porque uno solo es vuestro “Padre”: el del cielo” (Mt 23, 9).
De entre la multitud de gente que lo seguía, algunas
personas se comprometen con el nuevo modelo. Provienen desde distintas
situaciones. Un colectivo amplio lo constituyen los que nada tienen, víctimas
del sistema; otros lo hacen por vocación.
El primer grupo lo constituyen los que Holl calificó
de “malas compañías”, es decir, los pobres y mendigos, los sin hogar y
sin tierra, desarraigados y siempre en camino. Entre los segundos se
cuentan los que, por opción, han dejado casa, hacienda o familia. Unos y otros
van creando en torno a Jesús círculos de pertenencia de forma espontánea.,
desde los “meros oidores de su palabra” y los discípulos y discípulas que lo
siguen de forma itinerante entre las aldeas hasta los mismos labradores que
ponen su casa y sus bienes a disposición de los que anuncia un nuevo estilo de
vida, el del Reino de Dios.
Una reflexión final
Pretender trasladar la realidad de hoy al evangelio y
querer descubrir en él la presencia explícita de todos y cada uno de los tipos
de convivencia que hoy se dan, es, quizás, demasiado artificial. Pero
tampoco sería correcto dejar tanta vida fuera del evangelio.
Hay, a mi modo de ver, dos instancias desde las
que todos estos tipos de familia entran por la puerta grande en la nueva
Familia de Jesús o Familia Dei: desde la situación de exclusión, rechazo
y marginación de la que—si no jurídicamente en algunos países— están siendo
objeto sociopolítica y religioso-culturalmente en la “buena sociedad” y en las
viejas iglesias. Son ellos hoy aquellas “malas compañías” de las que
quiso rodearse Jesús en su día. Esto en primer lugar. Y, luego, desde el principio
del amor, omnipresente en todos los rincones de los evangelios[9].
También hoy se puede oír la propuesta de Jesús: “amadlos como yo los he
amado” (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus
artículos, indicando su procedencia).