Fuente: Teología sin censura
Cuando el mundo entero recuerda el día en que se firmó la Declaración universal de los Derechos Humanos (10.XII.1948), resulta inevitable hacerse esta pregunta: ¿por qué el Estado de la Ciudad del Vaticano no ha firmado todavía los Pactos Internacionales sobre Derechos Económicos, Sociales, Culturales, Civiles y Políticos, aprobados por Naciones Unidas (16.XII.1966)? Es decir, ¿por qué el poder central de la Iglesia no ha aceptado, después de más de 50 años de su promulgación, la puesta en práctica de los Derechos Humanos, que son tan decisivos para la vida y la seguridad de cada uno de nosotros?
Sabemos que la Iglesia, a partir
de Juan XXIII, predica insistentemente la importancia de los Derechos Humanos.
Pero el hecho es que esa misma Iglesia, en su gobierno interno y en sus
relaciones públicas con los Estados, no pone en práctica los Derechos Humanos.
Basta leer detenidamente el vigente Código de Derecho Canónico para darse
cuenta de que, por mucho que el clero predique a favor de los Derechos Humanos,
la pura verdad es que la Iglesia no los acepta, sino que su mentalidad, sus
normas de gobierno y la cultura que genera la práctica de la Religión Cristiana
es una cultura que se opone y está en contradicción con lo que representan los
Derechos Humanos en la sociedad. Por ejemplo, la igualdad de derechos de
hombres y mujeres.
Ahora bien, es evidente que
mientras las cosas sigan así, la Iglesia tiene (y tendrá) una presencia
marginal y una influencia cada día más limitada en el mundo actual y en la
sociedad futura. ¿Qué credibilidad puede tener y con qué autoridad le va a
decir la Iglesia a la gente que cumpla con sus deberes más básicos, si ella
misma es la primera que no tolera comprometerse a cumplir legalmente y
públicamente tales deberes?
Lo digo ya y en pocas palabras.
El Vaticano no ha firmado todavía los Derechos Humanos, ni se ha comprometido pública
y oficialmente a ponerlos en práctica, por la sencilla razón de que la teología
que enseña la Iglesia no le permite poner en práctica los Derechos Humanos. Lo
cual quiere decir que, mientras no se modifique la teología que tenemos en la
Iglesia, no será posible que la Iglesia ponga en práctica los Derechos Humanos.
Este estado de cosas es tanto más
indignante cuanto que, si este asunto se piensa detenidamente y con cierta
profundidad, enseguida se da uno cuenta de que la teología, que impide aceptar
y poner en práctica en la Iglesia los Derechos Humanos, se podría modificar sin
necesidad de tocar ni un solo punto que sea contrario a la Fe divina y católica
de la Iglesia. Además, si la Fe “divina” nos impide ser plenamente “humanos”,
con todas sus consecuencias, ¿qué Fe “divina” es ésa? ¿En virtud de qué
presunta “divinidad” podemos aceptar unas creencias que no nos permiten vivir
plenamente nuestra “humanidad”?
El fondo del problema está en que el ejercicio del poder se entiende y se pone en práctica en la Iglesia de manera que se presenta como divinamente revelado lo que en realidad no lo es. Por ejemplo, es evidente que la definición dogmática del concilio Vaticano I sobre la potestad plena y suprema del Romano Pontífice, sobre la disciplina y el régimen de la Iglesia universal (Constitución “Pastor Aeternus”, cap. III, canon. DH 3064), no da pie ni justifica la afirmación que llegó a hacer el papa san Pío X: “En la sola jerarquía residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y, dócilmente, el de seguir a sus pastores” (Encícl. “Vehementer Nos”, 11. Febr. 1906, 8-9).
En cualquier caso, lo más lógico
es pensar y concluir que la definición del concilio Vaticano I no justifica que
la Jerarquía de la Iglesia pueda ejercer su poder de forma que, en la realidad
concreta de la vida (privada y pública), el poder religioso entre en conflicto
con los Derechos Humanos de los ciudadanos. Nadie puede demostrar que la
Jerarquía eclesiástica tenga semejante poder. Por eso, y sin duda alguna,
resulta difícil de entender que los problemas que hoy más preocupan, a no pocos
clérigos y laicos, sean los problemas que se refieren al tema de la familia, y
no los problemas que se han derivado de una forma injustificable de ejercer el
poder religioso por parte de los jerarcas de la Iglesia. Por eso, si en el
pasado Sínodo de la familia, celebrado en Roma, cinco reconocidos cardenales se
han llegado a poner nerviosos y preocupados por los temas que se estaban
tratando en el Sínodo, ¿cómo se explica que no se pongan igualmente nerviosos y
preocupados por la forma de ejercer el poder en la Iglesia? ¿No se dan cuenta
estos hombres que, desde semejante mentalidad, lo único que consiguen es hundir
más a la Iglesia?
La conclusión, que se deduce de
todo lo dicho es clara, a saber: por muy importantes y urgentes que sean los
problemas que se han planteado (o se deberían plantear) en el Sínodo sobre la
familia, indeciblemente más importante y apremiante es que cuanto antes la
Iglesia tenga la libertad y la audacia de afrontar el problema que se refiere a
definir y delimitar si la “potestad divina” de la Iglesia puede llegar hasta el
extremo de limitar o incluso anular determinados “derechos humanos” de los
creyentes en Jesús el Señor.