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PRESENTACIÓ

PRESENTACIÓ:

dimarts, 24 de febrer del 2015

PLIEGO "VIDA NUEVA"



LA HOMILÍA y “EVANGELII GAUDIUM”
Lorenzo Orellana Hurtado, sacerdote – Málaga

El cardenal Robert Sarah presentó, el 10 de febrero en el Vaticano, el Directorio Homiléticoelaborado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos bajo la prefectura de su predecesor, el cardenal Antonio Cañizares. El texto, sometido el pasado año a la valoración y aprobación de los miembros de este dicasterio, ha recibido ahora el visto bueno del papa Franciscopara su publicación. Aprovechando tal circunstancia, el autor de estas páginas nos invita a hacer una relectura de las interesantes reflexiones sobre la homilía contenidas en la exhortación Evangelii gaudium, que –en palabras del propio Sarah– supusieron “un fuerte impulso” para el proyecto del citado Directorio Homilético que acaba de ver la luz.

El arte de la predicación

INTRODUCCIÓN
Antes de detenerme en el capítulo de la Evangelii gaudium (EG) que aborda la homilía, voy a recordar, brevemente, algunas afirmaciones que señalan el aire de toda la exhortación apostólica. El encabezamiento y las primeras frases condensan el mensaje que ha querido transmitirnos el papa Francisco: “LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO llena el corazón y la vida entera de todo el que se encuentra con Cristo. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
Dos afirmaciones y una conclusión hay en este párrafo: primera afirmación, que la alegría del Evangelio llena la vida del que se encuentra con Cristo; segunda, que Cristo salva de lo que se opone a la alegría, como el pecado, la tristeza y el vacío interior; y la conclusión, que “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, hasta tal punto que dirá que “por donde los discípulos pasaban había una gran alegría, y ellos, en medio de las persecuciones, se llenaban de gozo” (n. 5).
Es decir, el Papa afirma que quien se ha encontrado con la alegría del Evangelio no solo no la oculta, sino que reorienta su vida y le nace el entusiasmo evangelizador, pues quien ha recibido el Evangelio desea que su alegría alcance a todos. Porque “solo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?” (n. 8).
Por esto dirá reiteradamente en EG que quien se ha encontrado con la alegría del evangelio no la puede ocultar, ya que todos, al mismo tiempo, somos discípulos y misioneros. Y, para que esto no se olvide, Francisco quiere indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años: “en esta exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años” (n. 1). Desea, por tanto, una nueva etapa evangelizadora, una etapa en la que pongamos el Evangelio en el centro. Y como el Evangelio es Jesucristo, el Papa quiere que le pongamos a Él en el centro de nuestra vida y de nuestro anuncio, pues Él es la causa de nuestra alegría y de nuestra dignidad. Y cita a Pablo VIcuando dice: “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”1. Y añade: “Cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos... Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable” (n. 3).

EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
Detengámonos en el capítulo tercero de EG, titulado “El anuncio del Evangelio”, que arranca así: “No puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor” (n. 110). Esta frase se puntualiza con especial grafía, pues las palabras proclamación explícita aparecen en cursiva. La proclamación explícita de que Jesús es el Señor es la Buena Nueva, la verdad que el heraldo ha de proclamar.
José María González Ruiz, en su comentario a san Marcos, describe la proclamación de los heraldos en la antigüedad griega: “Evangelioes un término técnico para indicar la noticia de una victoria. El mensajero se echa hacia adelante, levanta el brazo derecho en señal de saludo y exclama en voz alta: ‘¡Salve! ¡Vencemos!’ (Jaíre, nikómen). Su misma actitud deja entrever que se trata de una noticia alegre: el rostro está radiante, la punta de la lanza está adornada de laurel, en la cabeza lleva una corona y agita un ramo de palma. La ciudad está en fiesta, los templos se adornan con guirnaldas, se organizan competiciones y se acumulan coronas para el sacrificio”.
Evangelio, escribe González Ruiz, significa una noticia alegre que se refleja en todo, hasta en la misma actitud del mensajero. Por eso el Papa, citando a Juan Pablo II, dice que la evangelización, “que es predicación alegre, paciente y progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser nuestra prioridad absoluta. Esto vale para todos” (n. 110).
Para todos. Todos debemos predicar, con nuestras palabras y con nuestra actitud, el mensaje salvador de la muerte y resurrección de Cristo. Y señala Francisco que esa es tarea de todo el pueblo de Dios, aunque sea un pueblo con muchos rostros, pues todos están llamados a crecer como evangelizadores. Pero sin olvidar que “la salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia... Y que Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestras vidas a ese amor” (n. 112).
Ser creyentes es colocarnos ante la misericordia divina que siempre nos precede. Por eso, se nos recuerdan estas palabras de Benedicto XVI: “Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y solo si entramos en esta iniciativa divina, solo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores. El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización” (n. 112).
La primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre nuestras reflexiones sobre la evangelización, pues por el anuncio de la salvación la Iglesia toma conciencia de que debe ser “fermento de Dios en medio de la humanidad... El lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (n. 114).
Y esto debe ser anunciado y vivido por todos, porque “hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana: se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación” (n. 127). Y Francisco, tras advertirnos que esa predicación compete a todos, pide que se haga con una actitud “siempre respetuosa y amable” (n. 128).
En la segunda parte de este capítulo tercero se trata directamente de la homilía.

LA HOMILÍA
Desde el número 135 al 159, ambos incluidos, se habla de la homilía como “predicación dentro de la liturgia”, pues la liturgia es el todo que ha de dar tonalidad y colorido a la homilía. Por eso, se nos dice de la homilía: “No puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos (n. 138)... No es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogode Dios con su pueblo en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación... Debe darle el fervor y sentido a la celebración” (n. 137).
Juan Pablo II llamó a la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios “el diálogo de Dios con su pueblo”. Y el papa Francisco dice que “la homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre Dios y su pueblo” (n. 137). Es decir, la homilía ha de propiciar, nunca enturbiar, el diálogo de Dios con su pueblo. Más aún, como en todo diálogo, ha de predisponer para que la Palabra de Dios alcance el centro de la vida del predicador y del pueblo.
Por eso, la homilía “se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia de Cristo derramada en la celebración”. Ya que, por estar enclavada en el contexto litúrgico, “debe orientar a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida” (n. 137).
Yo subrayaría este mensaje: “Debe orientar a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida”. Me invito e invito a los homiletas a que nos examinemos a la luz de estas palabras.
Y para ello, dice el Papa: “Renovemos, entonces, nuestra confianza en la predicación”, porque esa confianza “se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana” (n. 136).

LAS PALABRAS Y LA PALABRA
Es para quedar anonadados: en la predicación es Dios quien quiere llegar a través del predicador. Es
Dios quien despliega su poder a través de nuestra pobre palabra humana. ¿No tendríamos, entonces, que esforzarnos por ser los mejores conocedores de la Palabra de Dios y de la palabra humana? Si en la homilía la Palabra de Dios solicita nuestras palabras, ¿qué le estamos entregando? ¿Un erial de palabras gastadas que nada importan? Si somos responsables, deberíamos conocer mejor la palabra humana, ese puente que salva las distancias. Es verdad que ello nos pide estudio y lectura, no solo y principalmente de la Sagrada Escritura, sino también de las letras humanas y del arte de la comunicación, pues de nosotros depende que el diálogo de Dios con su pueblo se lleve a cabo felizmente.
Pablo Neruda escribió: “Todo lo que usted quiera, sí, señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas y las amo... Amo tanto las palabras... Todo está en la palabra. Una idea entera se cambia de sitio porque una palabra se cambió de sitio, o porque otra se sentó como reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Las palabras tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces. Son antiquísimas y recientísimas. Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de aquellos conquistadores torvos”2.
¡Qué buen idioma! Y es que la palabra es el lugar del encuentro. La palabra tiende puentes, genera amistad, satisface la necesidad de expansión que todos sentimos. La palabra es el gran signo que posibilita y crea la relación, la comunicación entre los hombres, entre los hombres y Dios, y entre Dios y los hombres. Vida y palabra son nuestros mayores tesoros.
Por eso, la palabra es un don en el que la persona ofrece su ser, su tesoro interior. Es una invitación y una llamada a los demás, pues compromete al tú y al nosotros en la escucha. Y si hablar es darse, escuchar es aceptar el ofrecimiento del otro. Es entrar en diálogo y comunión con él.
De ahí que EG nos recuerde que, en la homilía, ese diálogo es más que la comunicación de una verdad, pues “un diálogo es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan... En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien” (n. 142).
Y para entregarnos como personas que mutuamente se dan, portadoras de la verdad, la belleza y el bien que Dios quiere, antes hay que confiar en la ayuda de lo alto, pues “el Espíritu que inspiró los Evangelios y que actúa en el pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía” (139).

LA PREPARACIÓN DE LA HOMILÍA
Ciertamente, la confianza en el Espíritu que nos llama e inspira es lo primero, pero esa confianza “no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento, con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios” (n. 145). Porque la preparación de la predicación “es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral” (n. 145). Hay que dedicarle tiempo, esforzándonos con todas nuestras capacidades, hasta tal punto –añade Francisco– que “un predicador que no se prepara no es espiritual; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido” (n. 145). ¡Qué fuerte! Somos deshonestos e irresponsables cuando no dedicamos “un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral” a la preparación de la homilía. Son palabras textuales.
Y detalla los pasos que hay que dar en esa preparación: el primero, tras invocar al Espíritu Santo, prestemos toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación, sabiendo que no somos “ni los dueños ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores” (n. 146).
Pero, para conocer el texto, hace falta: “Paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención... Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno solo le dedica tiempo gratuito y sin prisa a las cosas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar” (n. 146). Solo entonces podremos detenernos como discípulos e invocar: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
Y tras esta disposición, una vez ante el texto, hay que “comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos... Cuánto quería expresar el escritor sagrado...”. Para descubrir así “cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad” (n. 147). Sin olvidar que, “para entender adecuadamente el sentido central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia” (n. 148).
Y ello implica: “Tener el corazón no solo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de la historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos da de pequeños el Padre, que nos hace anhelar como hijos pródigos –y predilectos de María– el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta entre estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio” (n. 144).

CERCANÍA DEL PUEBLO
Pero, para lograr que nuestro pueblo se sienta entre esos dos abrazos del Padre, hay que conocer al pueblo y, para ello, es imprescindible la cercanía, ya que el conocimiento de la Palabra y del pueblo son los que dan vida a cada homilía.
Cuando eligieron como papa al cardenal
Bergoglio, una de las primeras imágenes que dio la vuelta al mundo fue la de su cruz pectoral: una sencilla cruz de plata con la imagen del Buen Pastor de pie, como si fuese el palo vertical de la misma cruz, y las ovejas que se alargaban a la altura de sus hombros como si fuesen el palo horizontal. El Buen Pastor, Cristo Jesús, conduce a sus ovejas como si las cargara a todas sobre los hombros. La cercanía del pastor es fundamental.
El 12 de mayo de 2014, dijo a los estudiantes de los colegios pontificios de Roma: “Si tú no sales de ti mismo, jamás tendrás cercanía. Cercanía. Ser cercano a la gente, ser cercano a todos, a todos aquellos a quienes debemos ser cercanos. Toda la gente. Salir. Cercanía. No se puede evangelizar sin cercanía. Cercanía, pero cordial; cercanía de amor, incluso cercanía física; ser cercano... El problema de las homilías aburridas –por decirlo así–, el problema de las homilías aburridas, es que no hay cercanía. Precisamente, en la homilía se mide la cercanía del pastor con su pueblo”.
El doble conocimiento de la Palabra y del pueblo es fundamental para que la homilía se convierta “en diálogo de Dios con su pueblo”. Ya que la homilía “no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual se proclaman las maravillas de la salvación” (n. 137).

DEJARSE CONMOVER POR LA PALABRA
Mas para que la homilía ayude al diálogo de Dios con su pueblo, en el que se proclaman las maravillas de la salvación, el homileta no solo ha de preparar la predicación, no solo ha de conocer al pueblo y amarlo, sino que “debe dejarse conmover por la Palabra”. San Agustínrecuerda: “Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior”. Y santo Tomás de Aquino advierte: “Del mismo modo que es mejor iluminar que solamente brillar, asimismo es cosa más grande dar a los demás las cosas contempladas que solamente contemplarlas”. Contemplata aliis tradere3.
EG afirma: “Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es “comunicar a otros lo que uno ha contemplado” (n. 150). Y añade: “Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás (n. 150).
“Aceptar ser heridos por la Palabra que herirá a los demás”, dice Francisco. Es curioso, Juan de Ávila llamaba a la palabra “aire herido”. Y se preguntaba: “¿Qué hiere la palabra?”. Y respondía: “El amor”.
El amor. Y el Papa, que afirma que la preparación de la homilía requiere ser heridos por la Palabra, cita el célebre párrafo de Evangelii Nuntiandi: “En esta época la gente también tiene sed de autenticidad. [...] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo” (n. 150). Contemplata aliis tradere. “Que hablen de un Dios a quien ellos conocen como si lo estuvieran viendo”. Experiencia que solo se alcanza con la oración y contemplación.
San Agustín nos recuerda que, “si el predicador logra algo, en la medida que lo logra, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias”.
Humberto de Romanis4, en el siglo XIII, decía: “No es lo mismo predicar que echar sermones”. (Y es que un sermón lo puede echar cualquiera, pero predicar solo puede hacerlo una persona cuya vida esté tocada por la fe y hable porque ha creído y experimentado).
Por eso, cuando el predicador une la contemplación de la Palabra y el amor al pueblo, entonces –dice el Papa– “es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo... Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral... Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– “una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente” (n. 154).

SIEMPRE EN CRECIMIENTO
Entonces –puede que alguien pregunte–, ¿cuándo estaremos preparados para predicar? EG nos lo aclara: “No se trata de que seamos inmaculados, pero sí de que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos.
Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios le ama” (n. 151).
A qué buen examen nos conducen estas palabras: que estemos siempre en crecimiento en el camino del Evangelio; que, como Moisés, no bajemos los brazos, es decir, no dejemos de interceder por el pueblo; y esto, con la seguridad de que Dios nos ama.
Partiendo de aquí, el Papa afirma que la preparación de la predicación puede ser una actitud profundamente espiritual: “La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad” (n. 156).
¡Qué consolador! La preocupación por la predicación es una actitud “profundamente espiritual”, es consecuencia de la caridad pastoral; es, por tanto, fuente de santificación para los predicadores, ya que es un ejercicio exquisito de amor al prójimo y es responder al amor de Dios.
Y esta actitud nos abre aún más a la presencia de Dios que se nos ofrece en la contemplación de su Palabra, para que, desde ella, moldeemos nuestra mente cada vez más, hasta que nuestra voz concuerde con el amor del Señor. Y siempre que se penetra por esta senda se descubre que nos alcanza la paz, fruto del amor. La paz del Señor. Y, entonces, el corazón y las palabras del predicador se ven inundados de esa paz. De la paz que debe transmitir cada homilía, ya que se ha de predicar no solo por amor, sino con amor.
“¿No fue esta también –se pregunta Albert Nolan– una de las cualidades que hicieron que Jesús resultara tan atractivo para sus contemporáneos? Él no tuvo complejos, ni obsesiones, ni compulsiones. Fue libre y valiente, y era de todo punto evidente que estaba en paz consigo mismo y con Dios”5.
Y es que solo desde la paz podremos ser capaces de presentar eficazmente los desafíos del Evangelio. San Pedro pide que demos razón de nuestra esperanza6. Y toda predicación debería ser un testimonio de paz y esperanza. El papa Francisco indicó el martes 16 de septiembre de 2014: “Hacer buenas prédicas no es suficiente si no se está cerca de las personas, si no se da esperanza, si se olvida la compasión que tiene el Señor cuando visitaa su pueblo”. Por eso, si vivimos en la desesperanza o el desánimo, los transmitiremos, aunque estemos comentando el verso de santa Teresa: “La paciencia todo lo alcanza”. Paz, esperanza, paciencia, porque, cuando se quiere ser rápidamente eficaz, se pierde la verdadera eficacia7.
El amor, la paz, la esperanza y la paciencia deben impregnar cuanto obramos y predicamos. Más aún, si así vivimos, seremos agradecidos. Y ser santo –no lo olvidemos– es estar motivados por la gratitud. Gustavo Gutiérrez afirma: “Solo una clase de persona transforma el mundo espiritualmente, aquella que tiene un corazón agradecido”. Porque, ¿cómo podemos predicar sin estar agradecidos por la misión que el Señor nos ha confiado? No olvidemos que el agradecimiento lleva a la alegría, una de las más bellas manifestaciones del amor y de la gracia. Y la profunda alegría nace del Evangelio: Evangelii gaudium. Y no olvidemos tampoco que el predicador predica con sus palabras y también con sus gestos, conscientes o inconscientes, en los que se transparenta su agradecimiento, su alegría, su paz y su amor.

PREDICACIÓN PARAVERBAL
Mas porque predicamos no solo con lo que decimos, sino también con cómolo decimos, se nos recuerda que el Espíritu que inspiró los evangelios y actúa en el pueblo inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía (n. 139).
Vittorio Peri nos recuerda que “la palabra es el medio comunicativo por excelencia, pero el cuerpo representa el instrumento privilegiado para manifestar sentimientos y emociones... El cuerpo
es un lenguaje dentro de otro lenguaje... La primera impresión que recibimos nos la da la persona que tenemos delante”8. Cicerón llamaba a esta comunicación corporis eloquentia. Y Paul Watzlawick, que estableció los cinco axiomas generales de la comunicación, dice en el primero de ellos: “Es imposible no comunicarse”. De ahí que el predicador, por fidelidad a la Palabra de Dios, debe estar atento al modo de presentarse ante la asamblea, pues la expresión del rostro, la mirada, los gestos, la postura y su mismo vestido son signos no verbales que apoyan o contradicen lo que expresan las palabras. La mirada, por ejemplo, completa el mensaje y lo acompaña. Es más, el que mira al auditorio descubre que el auditorio le habla, que la mirada crea lazos o muros.
El papa Francisco llega a afirmar que, si se predica con ese tono, con esa mansedumbre y calidez, aunque la homilía resulte aburrida, “siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos... Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos” (n. 140). Y es que “la preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual” (n. 156).

CUALIDADES DE LA HOMILÍA
Preguntémonos ya por nuestras homilías. En EG se nos dice: “Sabemos que los fieles..., como los ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. es triste que así sea” (n. 135).
Muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Nuestra experiencia atestigua que es así, aunque en descargo de los predicadores haya que recordar que cada homilía pide ser, en su sencillez, una pequeña obra de arte, lo que encierra no pocas dificultades. A pesar de todo, hay que aceptar que las homilías, a veces, dejan mucho que desear. De ahí que de ellas se haya dicho lo mejor y lo peor. Por recordarlo, y en clave de humor, valgan estos ejemplos: “Es un auténtico milagro que la Iglesia sobreviva a los millones de pésimas homilías de cada domingo”, dijo Joseph Ratzinger. Y monseñor Dupanloup, en 1830, decía: “Treinta mil sermones cada domingo en las iglesias de Francia y, sin embargo, Francia no ha perdido aún la fe”. Más recientemente, el cardenal Tomás Spidlíksentenciaba: “La Iglesia ha colocado el Credo después de la homilía para invitarnos a creer a pesar de lo que hemos oído”. No hay que extrañarse, san Agustín se quejaba de que la gente preferiese ir al circo antes que a la Iglesia a escuchar sus sermones.
Humor aparte, EG comenta: “Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: ‘No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino’ (Lc 12, 32)... El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente” (n. 141).
Mas, para conseguir ese diálogo del Señor con su gente, la homilía ha de ser “sencilla, clara, directa y acomodada” (n. 158). La sencillez y claridad son notas fundamentales, pues suponen dominio de lo que se predica y de cómo hay que transmitirlo. Tal es así que Quintilianoafirma: “La claridad es la primera virtud de la elocuencia”. Albert Camussostiene que todas las desgracias de los hombres se derivan de que no tienen un lenguaje claro. San Bernardino de Sienaexclama: “Caridad y claridad. El que habla claro tiene el alma clara”. Cicerón afirma: Narratio obscura totam occaecat orationem (Quien habla oscuro, oscurece todo el discurso).
Y san Pablo sentencia: “Si con el don de lenguas no proferís un discurso inteligible, ¿cómo se sabrá lo que decís? Seríais como quien habla al aire... En la asamblea prefiero hablar media docena de palabras inteligibles, para instruir también a los demás, antes que diez mil en una lengua extraña”9.
Sencillez y claridad, lo primero. Pero he aquí que poseyendo la Iglesia el mejor producto lo ofrece con el peor márketing, se oye a veces. ¿Dónde está el fallo? Sin duda, en el lenguaje de los comunicadores. Por eso, los predicadores deberíamos tener un gran amor al milagro de la palabra, ya que san Agustín dice: “El Verbo eterno se encarnó en cierto modo por segunda vez, tomando para cuerpo suyo la palabra del hombre”.
Está claro, entonces, que necesitamos sencillez y claridad en la predicación, y por eso –como dice Claudio Dalla Costa– hemos de usar “un lenguaje comunicativo y contagioso que combata cierta irrelevancia y erosión del lenguaje eclesiástico... Hay que poner el corazón, hay que echarle pasión y dedicar tiempo a su preparación si queremos contagiar al que escucha y hacer creíble el anuncio”10.
Karl Rahner compara a los poetas y a los sacerdotes, y dice: “El poeta es, en cierto modo, sacerdote. Y este es, en cierta medida, poeta. Al poeta, igual que al sacerdote, igual que al profeta, le ha sido confiada la palabra y sabe decir precisamente las palabras originales, protopalabras, portadoras de la luz para aquellos que saben escucharlas”.
Pues bien, EG, además de la sencillez y claridad, desea que la homilía tenga “una idea, un sentimiento y una imagen” (n. 157). Hemos de reconocer que el papa Francisco hace el esfuerzo por predicar así. Acompaña sus palabras con imágenes vivas, porque la imagen no se olvida y, si es acertada, sintetiza el mensaje y toca el corazón. ¡Cómo se ha repetido y utilizado la imagen “pastores con olor a oveja!”. Esa imagen, más que muchas palabras, dibuja la disponibilidad, cercanía y entrega del sacerdote. En esto, Jesús es el gran maestro: no solo habla con imágenes, sino que es capaz de ponerlas en movimiento y convertirlas en parábolas.
Por eso, el Papa reconoce que “aprender a hablar con imágenes es uno de los esfuerzos más necesarios” (n. 157). Vean cómo lo dice: “Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces, se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar solo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener ‘una idea, un sentimiento, una imagen’” (n. 157).
“Una idea, un sentimiento, una imagen”, porque la capacidad de retención del oído es menor que la del ojo y necesita ayuda para retener, recordar y aplicar. Los investigadores modernos han demostrado que, entre los elementos de una imagen, el colorido, la silueta y el movimiento son los que más impresionan y mejor recordamos.
Más aún, “en la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien” (n. 142). La verdad, la belleza y el bien. Se nos están recordando las propiedades con las que se comunica el ser:verum, bonum et pulcrum, conocidas como trascendentales. Monseñor Martí Alanis, el que fuera obispo de Urgell, decía: “Una homilía bien hecha es una verdadera obra de arte”.
Pero no hay que olvidar la duración de la homilía. EG advierte que, “si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo” (n. 138). Por eso pide que sea breve: “Debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase” (p. 138). En el encuentro del 12 de mayo de 2014, hablando de la duración de la homilía, dijo el papa Francisco: “Es uno de los puntos de la conversión que la Iglesia necesita hoy: adecuar bien las homilías, para que la gente comprenda. Y, luego, después de ocho minutos, la atención desaparece. Una homilía de más de ocho minutos, diez minutos, no es buena. Debe ser breve, debe ser fuerte”11.
Y en EG añade: “La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, debe darle el fervor y el sentido a la celebración” (n. 138). Para conseguirlo, quiere que el lenguaje sea positivo, que no diga tanto “lo que hay que hacer, sino que proponga lo que podemos hacer mejor” (n. 159).
Mas no todo depende del predicador, ¿y los oyentes? También los oyentes tienen que poner de su parte; por eso, EG recuerda: “Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él” (n. 143). A Él, con mayúscula, al Señor. Y aclara: “El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversión”.
Tres cosas recuerda este párrafo:
1.    Que, durante la homilía, el Señor y el pueblo creyente quieren y aceptan un instrumento: la palabra del predicador.
2.    Que, para ello, el pueblo hace silencio. Silencio, porque sin él es imposible la atención y la escucha. Y no solo el silencio de ruidos, sino el silencio interior, tan necesario para que la palabra alcance nuestro centro.
3.    La Palabra de Dios ha sido aceptada plenamente cuando el corazón de los que la han recibido se pone en movimiento y elige por dónde seguir su conversión.
Si esto ocurre, entonces se aviva el diálogo de Dios con su pueblo, y “la memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia” (n. 142).
Todo esto ha de llevar a los predicadores a “tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios... A acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante... A renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos” (n. 149).
Y Francisco cierra este apartado dedicado a la homilía con una admiración que es tarea y deseo: “¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación” (n. 159).

DOS CITAS PARA CONCLUIR
·         La primera, del que fuera obispo de Urgell, monseñor Martí Alanis: “Tener sacerdotes con vida de fe profunda, con preparación intelectual, en contacto con los hombres, con sensibilidad espiritual, es la riqueza de la Iglesia. Estos sacerdotes dirán palabras que verdaderamente penetrarán”.
·         La segunda, de Pablo VI (Ecclesiam Suam): “La predicación es el primer apostolado...
Debemos volver al estudio no ya de la elocuencia humana o de la retórica vana, sino al genuino arte de la palabra sagrada.
Debemos buscar las leyes de su sencillez, de su claridad, de su fuerza y de su autoridad para vencer la natural ineptitud en el empleo de un instrumento espiritual tan alto y misterioso como la palabra...
Debemos pedir al Señor el grave y embriagador carisma de la palabra, para ser dignos de dar a la fe su principio eficaz y práctico, y de hacer llegar nuestro mensaje hasta los confines de la tierra”.




Notas            
1. Pablo VI, exhortación apostólica Gaudete in Domino, n. 22.
2. Pablo Neruda, Confieso que he vivido, p. 77.
3. Santo Tomás, II-II, q.188, a.6,c.
4. Humberto de Romanis (+ 1277), quinto superior general de los dominicos, quien escribe
De eruditione religiosorum praedicatorum.
5. Albert Nolan, Esperanza en una época de desesperanza, Sal Terrae, 2010, p. 50.
6. 1 Pe 3, 15.
7. H. Urs von Balthasar dice: “Jesús no anticipa la voluntad del Padre. Nunca hace la única cosa que nosotros, hombres sumergidos en el pecado, queremos hacer siempre: saltar por encima del tiempo y por encima de los designios divinos que se expresan en el tiempo, para procurarnos una especie de eternidad usurpada”.
8.  Vittorio Peri, La homilía, Ediciones Sígueme, 2013, p. 50.
9. 1 Cor 14, 9 ss.
10. Claudio Dalla Costa, ¿Habéis terminado de echarnos el sermón?, San Pablo, 2014, p. 22.
11. La homilía ha de ser breve. Desde luego. Hay que huir de aquellas homilías que, por el tiempo que ocupaban, parecían la parte más importante de la celebración. Pero si hemos pecado de unas largas y planas homilías, no caigamos ahora en el defecto opuesto y resulten tan breves que se conviertan en una monición. La Ordenación de las Lecturas de la Misa(1981) señalaba “que la homilía sea realmente fruto de la meditación, debidamente preparada, ni demasiado larga ni demasiado corta, y que se tenga en cuenta a todos los presentes, incluso a los niños y a los incultos” (n. 50).