LA HOMILÍA y “EVANGELII GAUDIUM”
Lorenzo Orellana Hurtado, sacerdote – Málaga
El cardenal Robert Sarah presentó, el 10 de febrero
en el Vaticano, el Directorio Homiléticoelaborado por la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos bajo la prefectura de su
predecesor, el cardenal Antonio Cañizares. El texto, sometido el pasado año a
la valoración y aprobación de los miembros de este dicasterio, ha recibido
ahora el visto bueno del papa Franciscopara su publicación. Aprovechando tal
circunstancia, el autor de estas páginas nos invita a hacer una relectura de
las interesantes reflexiones sobre la homilía contenidas en la exhortación
Evangelii gaudium, que –en palabras del propio Sarah– supusieron “un fuerte
impulso” para el proyecto del citado Directorio Homilético que acaba de ver la
luz.
El arte de la
predicación
INTRODUCCIÓN
Antes de
detenerme en el capítulo de la Evangelii gaudium (EG) que aborda la homilía,
voy a recordar, brevemente, algunas afirmaciones que señalan el aire de toda la
exhortación apostólica. El encabezamiento y las primeras frases condensan el
mensaje que ha querido transmitirnos el papa Francisco: “LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO
llena el corazón y la vida entera de todo el que se encuentra con Cristo.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la
alegría”.
Dos afirmaciones
y una conclusión hay en este párrafo: primera afirmación, que la alegría del Evangelio
llena la vida del que se encuentra con Cristo; segunda, que Cristo salva de lo
que se opone a la alegría, como el pecado, la tristeza y el vacío interior; y
la conclusión, que “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, hasta tal
punto que dirá que “por donde los discípulos pasaban había una gran alegría, y
ellos, en medio de las persecuciones, se llenaban de gozo” (n. 5).
Es decir, el
Papa afirma que quien se ha encontrado con la alegría del Evangelio no solo no
la oculta, sino que reorienta su vida y le nace el entusiasmo evangelizador,
pues quien ha recibido el Evangelio desea que su alegría alcance a todos.
Porque “solo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que
se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y
de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más
que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros
mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la
acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve
el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?”
(n. 8).
Por esto dirá
reiteradamente en EG que quien se ha encontrado con la alegría del evangelio no
la puede ocultar, ya que todos, al mismo tiempo, somos discípulos y misioneros.
Y, para que esto no se olvide, Francisco quiere indicar caminos para la marcha
de la Iglesia en los próximos años: “en esta exhortación quiero dirigirme a los
fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por
esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos
años” (n. 1). Desea, por tanto, una nueva etapa evangelizadora, una etapa en la
que pongamos el Evangelio en el centro. Y como el Evangelio es Jesucristo, el
Papa quiere que le pongamos a Él en el centro de nuestra vida y de nuestro
anuncio, pues Él es la causa de nuestra alegría y de nuestra dignidad. Y cita a
Pablo VIcuando dice: “nadie queda excluido de la alegría reportada por el
Señor”1. Y añade: “Cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús,
descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos... Nadie podrá
quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable” (n.
3).
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
Detengámonos en
el capítulo tercero de EG, titulado “El anuncio del Evangelio”, que arranca
así: “No puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor” (n. 110). Esta
frase se puntualiza con especial grafía, pues las palabras proclamación explícita aparecen en cursiva. La proclamación explícita de que Jesús es el Señor es la Buena Nueva,
la verdad que el heraldo ha de proclamar.
José María
González Ruiz, en su comentario a san Marcos, describe la proclamación de los
heraldos en la antigüedad griega: “Evangelioes un término técnico para indicar
la noticia de una victoria. El mensajero se echa hacia adelante, levanta el
brazo derecho en señal de saludo y exclama en voz alta: ‘¡Salve! ¡Vencemos!’
(Jaíre, nikómen). Su misma actitud deja entrever que se trata de una noticia
alegre: el rostro está radiante, la punta de la lanza está adornada de laurel,
en la cabeza lleva una corona y agita un ramo de palma. La ciudad está en
fiesta, los templos se adornan con guirnaldas, se organizan competiciones y se
acumulan coronas para el sacrificio”.
Evangelio,
escribe González Ruiz, significa una noticia alegre que se refleja en todo, hasta
en la misma actitud del mensajero. Por eso el Papa, citando a Juan Pablo II,
dice que la evangelización, “que es predicación alegre, paciente y progresiva
de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser nuestra prioridad
absoluta. Esto vale para todos” (n. 110).
Para todos. Todos
debemos predicar, con nuestras palabras y con nuestra actitud, el mensaje
salvador de la muerte y resurrección de Cristo. Y señala Francisco que esa es
tarea de todo el pueblo de Dios, aunque sea un pueblo con muchos rostros, pues
todos están llamados a crecer como evangelizadores. Pero sin olvidar que “la
salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia... Y que
Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para
transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestras vidas a ese
amor” (n. 112).
Ser creyentes
es colocarnos ante la misericordia divina que siempre nos precede. Por eso, se
nos recuerdan estas palabras de Benedicto XVI: “Es importante saber que la
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y solo si entramos en esta iniciativa divina, solo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores. El
principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre
permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización” (n. 112).
La primacía de
la gracia debe ser un faro que alumbre nuestras reflexiones sobre la
evangelización, pues por el anuncio de la salvación la Iglesia toma conciencia
de que debe ser “fermento de Dios en medio de la humanidad... El lugar de la
misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado,
perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (n. 114).
Y esto debe ser
anunciado y vivido por todos, porque “hay una forma de predicación que nos
compete a todos como tarea cotidiana: se trata de llevar el Evangelio a las
personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es
la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación” (n.
127). Y Francisco, tras advertirnos que esa predicación compete a todos, pide
que se haga con una actitud “siempre respetuosa y amable” (n. 128).
En la segunda
parte de este capítulo tercero se trata directamente de la homilía.
LA HOMILÍA
Desde el número
135 al 159, ambos incluidos, se habla de la homilía como “predicación dentro de
la liturgia”, pues la liturgia es el todo que ha de dar tonalidad y colorido a
la homilía. Por eso, se nos dice de la homilía: “No puede ser un espectáculo
entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos (n. 138)... No
es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogode Dios
con su pueblo en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación... Debe
darle el fervor y sentido a la celebración” (n. 137).
Juan Pablo II
llamó a la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios “el diálogo de Dios con
su pueblo”. Y el papa Francisco dice que “la homilía es un retomar ese diálogo
que ya está entablado entre Dios y su pueblo” (n. 137). Es decir, la homilía ha
de propiciar, nunca enturbiar, el diálogo de Dios con su pueblo. Más aún, como
en todo diálogo, ha de predisponer para que la Palabra de Dios alcance el
centro de la vida del predicador y del pueblo.
Por eso, la
homilía “se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como
mediación de la gracia de Cristo derramada en la celebración”. Ya que, por
estar enclavada en el contexto litúrgico, “debe orientar a la asamblea, y
también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que
transforme la vida” (n. 137).
Yo subrayaría
este mensaje: “Debe orientar a la asamblea, y también al predicador, a una
comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida”. Me invito e invito
a los homiletas a que nos examinemos a la luz de estas palabras.
Y para ello,
dice el Papa: “Renovemos, entonces, nuestra confianza en la predicación”,
porque esa confianza “se funda en la convicción de que es Dios quien quiere
llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a
través de la palabra humana” (n. 136).
LAS PALABRAS Y
LA PALABRA
Es para quedar
anonadados: en la predicación es Dios quien quiere llegar a través del
predicador. Es
Dios quien
despliega su poder a través de nuestra pobre palabra humana. ¿No tendríamos,
entonces, que esforzarnos por ser los mejores conocedores de la Palabra de Dios
y de la palabra humana? Si en la homilía la Palabra de Dios solicita nuestras
palabras, ¿qué le estamos entregando? ¿Un erial de palabras gastadas que nada
importan? Si somos responsables, deberíamos conocer mejor la palabra humana,
ese puente que salva las distancias. Es verdad que ello nos pide estudio y
lectura, no solo y principalmente de la Sagrada Escritura, sino también de las
letras humanas y del arte de la comunicación, pues de nosotros depende que el
diálogo de Dios con su pueblo se lleve a cabo felizmente.
Pablo Neruda
escribió: “Todo lo que usted quiera, sí, señor, pero son las palabras las que
cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas y las amo... Amo tanto
las palabras... Todo está en la palabra. Una idea entera se cambia de sitio
porque una palabra se cambió de sitio, o porque otra se sentó como reinita
adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Las palabras
tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les
fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de
tanto ser raíces. Son antiquísimas y recientísimas. Viven en el féretro
escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena
lengua heredamos de aquellos conquistadores torvos”2.
¡Qué buen
idioma! Y es que la palabra es el lugar del encuentro. La palabra tiende
puentes, genera amistad, satisface la necesidad de expansión que todos
sentimos. La palabra es el gran signo que posibilita y crea la relación, la
comunicación entre los hombres, entre los hombres y Dios, y entre Dios y los
hombres. Vida y palabra son nuestros mayores tesoros.
Por eso, la
palabra es un don en el que la persona ofrece su ser, su tesoro interior. Es
una invitación y una llamada a los demás, pues compromete al tú y al nosotros
en la escucha. Y si hablar es darse, escuchar es aceptar el ofrecimiento del
otro. Es entrar en diálogo y comunión con él.
De ahí que EG
nos recuerde que, en la homilía, ese diálogo es más que la comunicación de una
verdad, pues “un diálogo es un bien que no consiste en cosas, sino en las
personas mismas que mutuamente se dan... En la homilía, la verdad va de la mano
de la belleza y del bien” (n. 142).
Y para
entregarnos como personas que mutuamente se dan, portadoras de la verdad, la
belleza y el bien que Dios quiere, antes hay que confiar en la ayuda de lo
alto, pues “el Espíritu que inspiró los Evangelios y que actúa en el pueblo de Dios,
inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar
en cada Eucaristía” (139).
LA PREPARACIÓN
DE LA HOMILÍA
Ciertamente, la
confianza en el Espíritu que nos llama e inspira es lo primero, pero esa
confianza “no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse
como instrumento, con todas las propias capacidades, para que puedan ser
utilizadas por Dios” (n. 145). Porque la preparación de la predicación “es una
tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio,
oración, reflexión y creatividad pastoral” (n. 145). Hay que dedicarle tiempo,
esforzándonos con todas nuestras capacidades, hasta tal punto –añade Francisco–
que “un predicador que no se prepara no es espiritual; es deshonesto e
irresponsable con los dones que ha recibido” (n. 145). ¡Qué fuerte! Somos
deshonestos e irresponsables cuando no dedicamos “un tiempo prolongado de
estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral” a la preparación de la
homilía. Son palabras textuales.
Y detalla los
pasos que hay que dar en esa preparación: el primero, tras invocar al Espíritu
Santo, prestemos toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento
de la predicación, sabiendo que no somos “ni los dueños ni los árbitros, sino
los depositarios, los heraldos, los servidores” (n. 146).
Pero, para
conocer el texto, hace falta: “Paciencia, abandonar toda ansiedad y darle
tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier
preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención...
Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno solo le dedica
tiempo gratuito y sin prisa a las cosas que ama; y aquí se trata de amar a Dios
que ha querido hablar” (n. 146). Solo entonces podremos detenernos como
discípulos e invocar: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
Y tras esta
disposición, una vez ante el texto, hay que “comprender adecuadamente el
significado de las palabras que leemos... Cuánto quería expresar el escritor
sagrado...”. Para descubrir así “cuál es el mensaje principal, el que
estructura el texto y le da unidad” (n. 147). Sin olvidar que, “para entender
adecuadamente el sentido central de un texto, es necesario ponerlo en conexión
con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia” (n. 148).
Y ello implica:
“Tener el corazón no solo ardiente, sino iluminado por la integridad de la
Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la
Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de la historia. La identidad
cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos da de pequeños el Padre, que nos
hace anhelar como hijos pródigos –y predilectos de María– el otro abrazo, el
del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo
se sienta entre estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica
el Evangelio” (n. 144).
CERCANÍA DEL
PUEBLO
Pero, para
lograr que nuestro pueblo se sienta entre esos dos abrazos del Padre, hay que
conocer al pueblo y, para ello, es imprescindible la cercanía, ya que el
conocimiento de la Palabra y del pueblo son los que dan vida a cada homilía.
Cuando
eligieron como papa al cardenal
Bergoglio, una
de las primeras imágenes que dio la vuelta al mundo fue la de su cruz pectoral:
una sencilla cruz de plata con la imagen del Buen Pastor de pie, como si fuese
el palo vertical de la misma cruz, y las ovejas que se alargaban a la altura de
sus hombros como si fuesen el palo horizontal. El Buen Pastor, Cristo Jesús,
conduce a sus ovejas como si las cargara a todas sobre los hombros. La cercanía
del pastor es fundamental.
El 12 de mayo
de 2014, dijo a los estudiantes de los colegios pontificios de Roma: “Si tú no
sales de ti mismo, jamás tendrás cercanía. Cercanía. Ser cercano a la gente,
ser cercano a todos, a todos aquellos a quienes debemos ser cercanos. Toda la
gente. Salir. Cercanía. No se puede evangelizar sin cercanía. Cercanía, pero
cordial; cercanía de amor, incluso cercanía física; ser cercano... El problema
de las homilías aburridas –por decirlo así–, el problema de las homilías
aburridas, es que no hay cercanía. Precisamente, en la homilía se mide la
cercanía del pastor con su pueblo”.
El doble
conocimiento de la Palabra y del pueblo es fundamental para que la homilía se
convierta “en diálogo de Dios con su pueblo”. Ya que la homilía “no es tanto un
momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su
pueblo, en el cual se proclaman las maravillas de la salvación” (n. 137).
DEJARSE
CONMOVER POR LA PALABRA
Mas para que la
homilía ayude al diálogo de Dios con su pueblo, en el que se proclaman las
maravillas de la salvación, el homileta no solo ha de preparar la predicación,
no solo ha de conocer al pueblo y amarlo, sino que “debe dejarse conmover por
la Palabra”. San Agustínrecuerda: “Pierde tiempo predicando exteriormente la
Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior”. Y santo Tomás de
Aquino advierte: “Del mismo modo que es mejor iluminar que solamente brillar,
asimismo es cosa más grande dar a los demás las cosas contempladas que
solamente contemplarlas”. Contemplata aliis tradere3.
EG afirma:
“Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la
Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la
predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es “comunicar
a otros lo que uno ha contemplado” (n. 150). Y añade: “Por todo esto, antes de
preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene
que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás (n. 150).
“Aceptar ser
heridos por la Palabra que herirá a los demás”, dice Francisco. Es curioso,
Juan de Ávila llamaba a la palabra “aire herido”. Y se preguntaba: “¿Qué hiere
la palabra?”. Y respondía: “El amor”.
El amor. Y el
Papa, que afirma que la preparación de la homilía requiere ser heridos por la
Palabra, cita el célebre párrafo de Evangelii Nuntiandi: “En esta época la
gente también tiene sed de autenticidad. [...] Exige a los evangelizadores que
le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo” (n. 150). Contemplata aliis tradere. “Que hablen de un Dios
a quien ellos conocen como si lo estuvieran viendo”. Experiencia que solo se
alcanza con la oración y contemplación.
San Agustín nos
recuerda que, “si el predicador logra algo, en la medida que lo logra, es más
por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias”.
Humberto de
Romanis4, en el siglo XIII, decía: “No es lo mismo predicar que
echar sermones”. (Y es que un sermón lo puede echar cualquiera, pero predicar
solo puede hacerlo una persona cuya vida esté tocada por la fe y hable porque
ha creído y experimentado).
Por eso, cuando
el predicador une la contemplación de la Palabra y el amor al pueblo, entonces
–dice el Papa– “es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo
del pueblo... Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o
diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral... Entonces, la
preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento
evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– “una llamada que
Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de
ella Dios llama al creyente” (n. 154).
SIEMPRE EN
CRECIMIENTO
Entonces –puede
que alguien pregunte–, ¿cuándo estaremos preparados para predicar? EG nos lo
aclara: “No se trata de que seamos inmaculados, pero sí de que estemos siempre
en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio,
y no bajemos los brazos.
Lo
indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios le ama” (n.
151).
A qué buen
examen nos conducen estas palabras: que estemos siempre en crecimiento en el
camino del Evangelio; que, como Moisés, no bajemos los brazos, es decir, no
dejemos de interceder por el pueblo; y esto, con la seguridad de que Dios nos
ama.
Partiendo de
aquí, el Papa afirma que la preparación de la predicación puede ser una actitud
profundamente espiritual: “La preocupación por la forma de predicar también es
una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios,
entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión
que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo,
porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad” (n. 156).
¡Qué
consolador! La preocupación por la predicación es una actitud “profundamente
espiritual”, es consecuencia de la caridad pastoral; es, por tanto, fuente de
santificación para los predicadores, ya que es un ejercicio exquisito de amor
al prójimo y es responder al amor de Dios.
Y esta actitud
nos abre aún más a la presencia de Dios que se nos ofrece en la contemplación
de su Palabra, para que, desde ella, moldeemos nuestra mente cada vez más,
hasta que nuestra voz concuerde con el amor del Señor. Y siempre que se penetra
por esta senda se descubre que nos alcanza la paz, fruto del amor. La paz del
Señor. Y, entonces, el corazón y las palabras del predicador se ven inundados
de esa paz. De la paz que debe transmitir cada homilía, ya que se ha de
predicar no solo por amor, sino con amor.
“¿No fue esta
también –se pregunta Albert Nolan– una de las cualidades que hicieron que Jesús
resultara tan atractivo para sus contemporáneos? Él no tuvo complejos, ni
obsesiones, ni compulsiones. Fue libre y valiente, y era de todo punto evidente
que estaba en paz consigo mismo y con Dios”5.
Y es que solo
desde la paz podremos ser capaces de presentar eficazmente los desafíos del Evangelio.
San Pedro pide que demos razón de nuestra esperanza6. Y toda
predicación debería ser un testimonio de paz y esperanza. El papa Francisco
indicó el martes 16 de septiembre de 2014: “Hacer buenas prédicas no es
suficiente si no se está cerca de las personas, si no se da esperanza, si se
olvida la compasión que tiene el Señor cuando visitaa su pueblo”. Por eso, si
vivimos en la desesperanza o el desánimo, los transmitiremos, aunque estemos
comentando el verso de santa Teresa: “La paciencia todo lo alcanza”. Paz,
esperanza, paciencia, porque, cuando se quiere ser rápidamente eficaz, se
pierde la verdadera eficacia7.
El amor, la
paz, la esperanza y la paciencia deben impregnar cuanto obramos y predicamos.
Más aún, si así vivimos, seremos agradecidos. Y ser santo –no lo olvidemos– es
estar motivados por la gratitud. Gustavo Gutiérrez afirma: “Solo una clase de
persona transforma el mundo espiritualmente, aquella que tiene un corazón
agradecido”. Porque, ¿cómo podemos predicar sin estar agradecidos por la misión
que el Señor nos ha confiado? No olvidemos que el agradecimiento lleva a la
alegría, una de las más bellas manifestaciones del amor y de la gracia. Y la
profunda alegría nace del Evangelio: Evangelii gaudium. Y no olvidemos tampoco
que el predicador predica con sus palabras y también con sus gestos,
conscientes o inconscientes, en los que se transparenta su agradecimiento, su
alegría, su paz y su amor.
PREDICACIÓN
PARAVERBAL
Mas porque
predicamos no solo con lo que decimos, sino también con cómolo decimos, se nos
recuerda que el Espíritu que inspiró los evangelios y actúa en el pueblo
inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar
en cada Eucaristía (n. 139).
Vittorio Peri
nos recuerda que “la palabra es el medio comunicativo por excelencia, pero el cuerpo
representa el instrumento privilegiado para manifestar sentimientos y
emociones... El cuerpo
es un lenguaje
dentro de otro lenguaje... La primera impresión que recibimos nos la da la
persona que tenemos delante”8. Cicerón llamaba a esta comunicación
corporis eloquentia. Y Paul Watzlawick, que estableció los cinco axiomas
generales de la comunicación, dice en el primero de ellos: “Es imposible no
comunicarse”. De ahí que el predicador, por fidelidad a la Palabra de Dios,
debe estar atento al modo de presentarse ante la asamblea, pues la expresión
del rostro, la mirada, los gestos, la postura y su mismo vestido son signos no
verbales que apoyan o contradicen lo que expresan las palabras. La mirada, por
ejemplo, completa el mensaje y lo acompaña. Es más, el que mira al auditorio
descubre que el auditorio le habla, que la mirada crea lazos o muros.
El papa
Francisco llega a afirmar que, si se predica con ese tono, con esa mansedumbre
y calidez, aunque la homilía resulte aburrida, “siempre será fecunda, así como
los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de
los hijos... Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo
del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía
cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo
de sus frases, la alegría de sus gestos” (n. 140). Y es que “la preocupación
por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual” (n.
156).
CUALIDADES DE
LA HOMILÍA
Preguntémonos
ya por nuestras homilías. En EG se nos dice: “Sabemos que los fieles..., como
los ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al
predicar. es triste que así sea” (n. 135).
Muchas veces
sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Nuestra experiencia atestigua que
es así, aunque en descargo de los predicadores haya que recordar que cada
homilía pide ser, en su sencillez, una pequeña obra de arte, lo que encierra no
pocas dificultades. A pesar de todo, hay que aceptar que las homilías, a veces,
dejan mucho que desear. De ahí que de ellas se haya dicho lo mejor y lo peor.
Por recordarlo, y en clave de humor, valgan estos ejemplos: “Es un auténtico
milagro que la Iglesia sobreviva a los millones de pésimas homilías de cada domingo”,
dijo Joseph Ratzinger. Y monseñor Dupanloup, en 1830, decía: “Treinta mil
sermones cada domingo en las iglesias de Francia y, sin embargo, Francia no ha
perdido aún la fe”. Más recientemente, el cardenal Tomás Spidlíksentenciaba:
“La Iglesia ha colocado el Credo después de la homilía para invitarnos a creer
a pesar de lo que hemos oído”. No hay que extrañarse, san Agustín se quejaba de
que la gente preferiese ir al circo antes que a la Iglesia a escuchar sus
sermones.
Humor aparte, EG
comenta: “Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su
pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con
enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en
esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: ‘No
temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el
Reino’ (Lc 12, 32)... El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo
y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente” (n.
141).
Mas, para
conseguir ese diálogo del Señor con su gente, la homilía ha de ser “sencilla,
clara, directa y acomodada” (n. 158). La sencillez y claridad son notas
fundamentales, pues suponen dominio de lo que se predica y de cómo hay que
transmitirlo. Tal es así que Quintilianoafirma: “La claridad es la primera
virtud de la elocuencia”. Albert Camussostiene que todas las desgracias de los
hombres se derivan de que no tienen un lenguaje claro. San Bernardino de
Sienaexclama: “Caridad y claridad. El que habla claro tiene el alma clara”.
Cicerón afirma: Narratio obscura totam occaecat orationem (Quien habla oscuro,
oscurece todo el discurso).
Y san Pablo sentencia:
“Si con el don de lenguas no proferís un discurso inteligible, ¿cómo se sabrá
lo que decís? Seríais como quien habla al aire... En la asamblea prefiero
hablar media docena de palabras inteligibles, para instruir también a los
demás, antes que diez mil en una lengua extraña”9.
Sencillez y
claridad, lo primero. Pero he aquí que poseyendo la Iglesia el mejor producto
lo ofrece con el peor márketing, se oye a veces. ¿Dónde está el fallo? Sin
duda, en el lenguaje de los comunicadores. Por eso, los predicadores deberíamos
tener un gran amor al milagro de la palabra, ya que san Agustín dice: “El Verbo
eterno se encarnó en cierto modo por segunda vez, tomando para cuerpo suyo la
palabra del hombre”.
Está claro,
entonces, que necesitamos sencillez y claridad en la predicación, y por eso
–como dice Claudio Dalla Costa– hemos de usar “un lenguaje comunicativo y
contagioso que combata cierta irrelevancia y erosión del lenguaje
eclesiástico... Hay que poner el corazón, hay que echarle pasión y dedicar
tiempo a su preparación si queremos contagiar al que escucha y hacer creíble el
anuncio”10.
Karl Rahner
compara a los poetas y a los sacerdotes, y dice: “El poeta es, en cierto modo,
sacerdote. Y este es, en cierta medida, poeta. Al poeta, igual que al
sacerdote, igual que al profeta, le ha sido confiada la palabra y sabe decir
precisamente las palabras originales, protopalabras, portadoras de la luz para
aquellos que saben escucharlas”.
Pues bien, EG,
además de la sencillez y claridad, desea que la homilía tenga “una idea, un sentimiento
y una imagen” (n. 157). Hemos de reconocer que el papa Francisco hace el
esfuerzo por predicar así. Acompaña sus palabras con imágenes vivas, porque la
imagen no se olvida y, si es acertada, sintetiza el mensaje y toca el corazón.
¡Cómo se ha repetido y utilizado la imagen “pastores con olor a oveja!”. Esa
imagen, más que muchas palabras, dibuja la disponibilidad, cercanía y entrega
del sacerdote. En esto, Jesús es el gran maestro: no solo habla con imágenes,
sino que es capaz de ponerlas en movimiento y convertirlas en parábolas.
Por eso, el
Papa reconoce que “aprender a hablar con imágenes es uno de los esfuerzos más
necesarios” (n. 157). Vean cómo lo dice: “Uno de los esfuerzos más necesarios
es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes.
A veces, se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere
explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar solo al entendimiento; las
imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere
transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar,
cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede
llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y
motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía
un viejo maestro, debe contener ‘una idea, un sentimiento, una imagen’” (n.
157).
“Una idea, un
sentimiento, una imagen”, porque la capacidad de retención del oído es menor
que la del ojo y necesita ayuda para retener, recordar y aplicar. Los
investigadores modernos han demostrado que, entre los elementos de una imagen,
el colorido, la silueta y el movimiento son los que más impresionan y mejor
recordamos.
Más aún, “en la
homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien” (n. 142). La verdad,
la belleza y el bien. Se nos están recordando las propiedades con las que se
comunica el ser:verum, bonum et pulcrum, conocidas como trascendentales.
Monseñor Martí Alanis, el que fuera obispo de Urgell, decía: “Una homilía bien
hecha es una verdadera obra de arte”.
Pero no hay que
olvidar la duración de la homilía. EG advierte que, “si la homilía se
prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración
litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo” (n. 138). Por eso pide que
sea breve: “Debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase” (p.
138). En el encuentro del 12 de mayo de 2014, hablando de la duración de la
homilía, dijo el papa Francisco: “Es uno de los puntos de la conversión que la
Iglesia necesita hoy: adecuar bien las homilías, para que la gente comprenda.
Y, luego, después de ocho minutos, la atención desaparece. Una homilía de más
de ocho minutos, diez minutos, no es buena. Debe ser breve, debe ser fuerte”11.
Y en EG añade:
“La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, debe darle el fervor y el
sentido a la celebración” (n. 138). Para conseguirlo, quiere que el lenguaje
sea positivo, que no diga tanto “lo que hay que hacer, sino que proponga lo que
podemos hacer mejor” (n. 159).
Mas no todo
depende del predicador, ¿y los oyentes? También los oyentes tienen que poner de
su parte; por eso, EG recuerda: “Durante el tiempo que dura la homilía, los
corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él” (n. 143). A
Él, con mayúscula, al Señor. Y aclara: “El Señor y su pueblo se hablan de mil
maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía
quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera
tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversión”.
Tres cosas
recuerda este párrafo:
1.
Que, durante la
homilía, el Señor y el pueblo creyente quieren y aceptan un instrumento: la
palabra del predicador.
2.
Que, para ello,
el pueblo hace silencio. Silencio, porque sin él es imposible la atención y la
escucha. Y no solo el silencio de ruidos, sino el silencio interior, tan
necesario para que la palabra alcance nuestro centro.
3.
La Palabra de Dios
ha sido aceptada plenamente cuando el corazón de los que la han recibido se
pone en movimiento y elige por dónde seguir su conversión.
Si esto ocurre,
entonces se aviva el diálogo de Dios con su pueblo, y “la memoria del pueblo
fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de dios. Su
corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le
comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que
exigencia” (n. 142).
Todo esto ha de
llevar a los predicadores a “tener una gran familiaridad personal con la
Palabra de Dios... A acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante... A
renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y
verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos”
(n. 149).
Y Francisco
cierra este apartado dedicado a la homilía con una admiración que es tarea y
deseo: “¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente
para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación” (n.
159).
DOS CITAS PARA
CONCLUIR
·
La primera, del
que fuera obispo de Urgell, monseñor Martí Alanis: “Tener sacerdotes con vida
de fe profunda, con preparación intelectual, en contacto con los hombres, con
sensibilidad espiritual, es la riqueza de la Iglesia. Estos sacerdotes dirán
palabras que verdaderamente penetrarán”.
·
La segunda, de
Pablo VI (Ecclesiam Suam): “La predicación es el primer apostolado...
Debemos volver
al estudio no ya de la elocuencia humana o de la retórica vana, sino al genuino
arte de la palabra sagrada.
Debemos buscar
las leyes de su sencillez, de su claridad, de su fuerza y de su autoridad para
vencer la natural ineptitud en el empleo de un instrumento espiritual tan alto
y misterioso como la palabra...
Debemos pedir
al Señor el grave y embriagador carisma de la palabra, para ser dignos de dar a
la fe su principio eficaz y práctico, y de hacer llegar nuestro mensaje hasta
los confines de la tierra”.
Notas
1. Pablo VI, exhortación apostólica Gaudete in
Domino, n. 22.
2. Pablo Neruda, Confieso que he vivido, p. 77.
3. Santo Tomás, II-II, q.188, a.6,c.
4. Humberto de Romanis (+ 1277), quinto superior
general de los dominicos, quien escribe
De eruditione religiosorum praedicatorum.
5. Albert Nolan, Esperanza en una época de
desesperanza, Sal Terrae, 2010, p. 50.
6. 1 Pe 3, 15.
7. H. Urs von Balthasar dice: “Jesús no anticipa la
voluntad del Padre. Nunca hace la única cosa que nosotros, hombres sumergidos
en el pecado, queremos hacer siempre: saltar por encima del tiempo y por encima
de los designios divinos que se expresan en el tiempo, para procurarnos una especie
de eternidad usurpada”.
8. Vittorio
Peri, La homilía, Ediciones Sígueme, 2013, p. 50.
9. 1 Cor 14, 9 ss.
10. Claudio Dalla Costa, ¿Habéis terminado de
echarnos el sermón?, San Pablo, 2014, p. 22.
11. La homilía ha de ser breve. Desde luego. Hay que
huir de aquellas homilías que, por el tiempo que ocupaban, parecían la parte
más importante de la celebración. Pero si hemos pecado de unas largas y planas
homilías, no caigamos ahora en el defecto opuesto y resulten tan breves que se
conviertan en una monición. La Ordenación de las Lecturas de la Misa(1981)
señalaba “que la homilía sea realmente fruto de la meditación, debidamente
preparada, ni demasiado larga ni demasiado corta, y que se tenga en cuenta a
todos los presentes, incluso a los niños y a los incultos” (n. 50).