LIMITACIÓN E
IMPOTENCIAS DEL SER HUMANO
JOSÉ Mª RIVAS CONDE, jomaryrivas@gmail.com
MADRID.
JOSÉ Mª RIVAS CONDE, jomaryrivas@gmail.com
MADRID.
ECLESALIA, 11/02/14.- Aún es fácil encontrar
quienes creen que Dios castiga los pecados con tribulaciones y calamidades de
este mundo. Pero así como el morir no tiene de por sí nada que ver con el
pecado, sino que es la terminación normal de la vida de todos los seres
vivos de la tierra (nº 1007 del Catecismo de la I.C.), tampoco lo tienen el
sufrir la muerte abrupta o “anticipadamente”, ni los demás infortunios que
pueden abrumarnos. Todos ellos se deben, básicamente, a la limitación e
impotencia de la “carne” que somos, a nuestra precariedad de “barro
desmoronable”.
Precariedad ante las catástrofes naturales. Como
sequías, inundaciones, huracanes, erupciones, terremotos, tsunamis, etc. No
puede creerse que esos fenómenos se deban a ser más pecadores que el resto de
los seres humanos los habitantes de las zonas afectadas. Ni tendría explicación
que ellos se produjeran también en las deshabitadas, sin posible existencia de
pecado que castigar.
Es del todo inadmisible lo que a la mayoría de los de
mi edad se nos dijo de pequeños: que al pecado se debió el diluvio, el fuego
sobre Sodoma y Gomorra, la erupción del Vesubio sobre Pompeya y Herculano,
etc., etc. A las víctimas de esos desastres les llegó con ellos la desolación y
la muerte por hallarse allí sin capacidad de defensa a causa de su propia
limitación e impotencia. Les sucedió lo mismo que a los dieciocho aplastados
por la torre de Siloé, que no tenían más pecado que los demás (Lc 13,4).
Análoga ajenidad del pecado debe afirmarse
respecto de la devastación y desmanes sufridos por causa o con ocasión de las
guerras y de cualesquiera otras injusticias, arbitrariedades, atropellos y
abusos. Incluso los cometidos por quienes juzgándose servidores de Dios (Jn
16,2), pero desconociendo el espíritu del que están llamados a ser (Lc 9,
54-56), se arrogan abusivamente la condición de ejecutores de su justicia.
Como si nuestro Dios, esencialmente definible como
fuente inagotable de vida y plenitud, pudiera por exigencia de la justicia
transformarse en fautor de muerte y mutilación; de exterminios raciales; de
masivas deportaciones; de pillaje y saqueo de pueblos enteros hasta su
empobrecimiento total; de avasallamiento de derechos básicos; de tortura; de
bochornosas vejaciones; de privación de la libertad y de la vida. Incluso en la
cruz… ¡o en la hoguera…!
Pasar por tales penalidades también nace de la
limitación e impotencia de la “carne”, en este caso para refrenar la maquinaria
del poder injusto. Ésta es la raíz básica, no el ser especialmente delincuentes
quienes las padecen. Éstos con frecuencia son incluso menos malhechores que los
afirmados paladines de la justicia divina, pero en realidad sus más eficaces
detractores. Por escapar ellos mismos no rara vez del creído castigo divino.
Aun en el caso de ser superior su injusticia y su maldad a las de otros.
Cierto que los profetas interpretaron castigo divino
los múltiples asaltos y la ruina nacional padecidos por el pueblo de Israel y
presentaron a los ejércitos que les invadían como enviados por el propio Yahveh
y a sus órdenes. Fue antropomorfización irracional de la justicia divina, con
la que al parecer pretendieron armonizar sus reveses nacionales con su
convicción de pueblo “elegido/preferido” entre todas las naciones.
Desde la perspectiva de la excelsitud suprema de Dios
y de la de su amor “al mundo” entero (Jn 3,16), resulta aberración blasfema
pensar que Él maneja a los malhechores en orden a valerse de su egoísmo, ira,
prepotencia, inquina y mala entraña, para castigar los pecados de otros seres
humanos.
No condice con su santidad. Tampoco, como ya dije en “Nuestra
muerte y la de Jesús” (ECLESALIA 13/05/13) con su
grandeza, magnanimidad y sensatez infinitas. Dándose éstas es imposible llegar
a la ruindad y necia mezquindad de satisfacerse o congratularse con ofrendas de
dolor y con expiaciones aflictivas que, encima, nunca pasan de baladíes y
hueras. Por no guardar proporción con las ofensas inferidas. Por más extremas
que ellas fueren en lo humano, siempre serán naderías ante la majestad infinita
del Dios trascendente.
De forma semejante debe hablarse de las epidemias y
enfermedades. Quienes las padecen tampoco son más pecadores que el resto de los
seres humanos. Y mucho más falso es con ellas Dios castigue en los hijos los
pecados de los padres. Las enfermedades se sufren igualmente sólo a causa de la
limitación e impotencia de la “carne”, aunque sobrevengan con ocasión o a
través de un pecado. Limitación e impotencia ya común por progreso científico
insuficiente; ya particular de cada uno a causa de su carencia de medios, o de
su propia ignorancia o error.
De lo contrario, esto es, de ser la enfermedad castigo
divino por el pecado, sería imposible conseguir remedio para ninguna y
carecería de sentido el mandato de “curar enfermos” (Mt 10,8), que Jesús dio a
sus apóstoles. Salvo que el ser humano pudiera anteponer su voluntad a la
divina y ―permítaseme la expresión― “subírsele a las barbas” al Todopoderoso.
Ni se evitaría la otra blasfemia de tener a Dios por
un ser cruel y arbitrario. Es conclusión siempre exigida sea cual fuese el
infortunio que se afirme castigo suyo. Por la frecuencia con que sufren el
mismo “castigo” quienes carecen de pecado; por escapar indemnes muchos de los
que lo cometen; y por la asidua falta de proporción con el cometido por cada
uno.
El anuncio mismo de inminentes calamidades en castigo
de pecados cometidos ―como el de Jonás en la antigüedad o el de Fátima en
nuestro tiempo, da igual el que sea―, embarra el mensaje fundamental del
cristianismo: «Dios es amor», “como lo manifestó respecto de nosotros el envío
de su Hijo al mundo, para que vivamos por Él” (1Jn 4,8-9) y “nos desborde la
vida”. Que “no vino para robarnos, matarnos y destruirnos” (Jn 10,10), ni para
condenarnos (Jn. 12, 47).
Dichos anuncios, de ser profecías auténticas, sólo
podrían recibirse como aviso solícito de nuestro bien. Para que, ante lo
inminente por el motivo que fuere, busquemos a tiempo amparo con súplicas
sinceras en quien únicamente podemos encontrarlo (Sal 125,8; etc.), y para que
pongamos el remedio posible a nuestro alcance. Aunque sólo fuere el de “huir a
los montes, sin entrar en casa para recoger nada los que estuvieren fuera, ni
tornar atrás a coger el manto los que hubieran partido sin él” (Mt. 24,16-18).
La superación de falsedades y engaños, así como el
librarse de la obstinación en ellos, es también campo acotado por la limitación
e impotencia del ser humano. Dios tampoco puede ser el autor de la pertinacia y
endurecimiento en el mal y el error, por más que algún pasaje bíblico, como el
de Is 6,9-12, haya llevado a alguno a afirmarlo. «Él quiere que todos los
hombres sean salvos y vengan al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2,4).
Tal limitación resulta especialmente patente respecto
de errores heredados, como demuestra la historia de forma contundente. En el
ámbito de todas las culturas se tiene constatada la enorme dificultad que
existe para dudar de lo entrañado en el espíritu propio ya en la niñez, al
calor del incuestionable cariño maternal y de la unánime convicción familiar y
social sobre su supuesta veracidad y acierto.
La sumisión a esos errores acarrea serias menguas a la
plenitud de vida pretendida por Jesús para todos ya aquí (Jn 10,10). Al tomar
conciencia de ellas no sirve de nada rebelarse, ni tachar de inicuos a los que
nos moldearon en el error o tratan de mantenernos en él. Éstos fueron a su vez
víctimas de quienes les precedieron, movidos también por deseo tan sincero y
errado como el suyo.
Ni debería tener cabida el sentimiento de frustración
por el tiempo y energías malgastados. Nuestros errores no pueden dañar
sustantivamente una salvación que no pende del mérito de las obras; sino de la
fe en la magnificencia desbordada del don de Dios (Rom 8, 14-17). Con nuestras
obras lo más que logramos es hacer lo que teníamos mandado; pero nunca
traspasar nuestra condición de siervos inútiles y sin provecho (Lc 17,7-10), de
suerte que alcancemos el acogimiento de Dios en su casa como hijos suyos. Esto
es y sólo puede ser don libérrimo de su amor.
Lo propio entonces frente a esta limitación, al igual
por lo demás que frente a todas las otras, es asumir tal cual es la pequeñez de
nuestra realidad. Asumirla activamente, es decir, procurando a la vez ampliar
nuestra capacidad de superación y rectificación de errores.
Para conseguirlo no puede vivirse ciega y
confiadamente abandonado a la” tradición”. En la que cada uno recibe no es raro
encontrar datos sin más amparo, verdad, ni fundamento que “ser lo siempre
dicho en el entorno propio”.
Tal seguidismo ciego obstaculiza al ser humano,
sea cual fuere la religión o fe que profese, la liberación de los errores que
pueda arrastrar la “tradición” que recibió. Así les sucedió a la mayoría de los
coetáneos de Jesús. Respecto, por ejemplo, del día de precepto y del trabajo en
él (Mt 12,1; Lc 6,5; etc.); de la necesidad religiosa de lavarse las manos
antes de comer (Mt 15,1-20); de la ilicitud del libre repudio (Mt 19,3…), etc.
Es más: dicho seguidismo incapacita la comprensión
cabal de los seis “Oísteis que se dijo a los antiguos, mas yo os digo…”, del
Sermón del Monte (Mt 5,21-48). Incapacita hasta el extremo de juzgar
fundamentalista entender la palabra nueva de Jesús en sentido contrapuesto al
de la enseñanza dada a los antiguos. Contrapuesto bien con significado de
superación y aquilatamiento, bien con el de rectificación radical, de acuerdo
con el tenor literario de cada uno de ellos. (Eclesalia Informativo autoriza y
recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).